Cuando el perdón no basta
Perdón.
Hay palabras que en la boca suenan bonitas…
pero que en el cuerpo no terminan de encajar.

Perdón
“Perdón” es una de ellas.
Y no digo que esté mal, ni que haya que descartarla.
Solo que, cuando la sentimos adentro,
cuando bajamos al cuerpo con honestidad,
algo se aprieta.
En mi experiencia personal —y en la de muchas personas que han pasado por mis talleres—
el perdón no siempre libera.
Más bien, suele dejar una sensación rara, algo descompensada.
Como si alguien quedara por encima y otro por debajo.
Como si uno tuviera el poder de absolver,
y el otro tuviera que agradecer ser absuelto.
Y ahí me pregunto:
¿Eso sana?
¿O solo acomoda el dolor con palabras nuevas?
Por eso, desde hace años, no trabajo el perdón en mis talleres ni en el acompañamiento terapéutico.
No porque me parezca una mala idea en sí,
sino porque muchas veces, en la práctica,
no suelta lo que dice soltar.
Y eso lo siento, lo veo, lo comparto con quienes llegan.
Lo que experimentan suele ser lo mismo:
el perdón —así como lo entendimos por años— no alcanza.
Así que empecé a mirar de dónde venía la palabra.
En griego, el idioma de los Evangelios, perdonar se decía aphíēmi,
que significa dejar ir, soltar, liberar.
Y en arameo, la lengua que hablaba Jesús, se usaba shbag,
que también habla de soltar, de liberar una deuda.
No hay juicio. No hay altar.
Solo un gesto interno: dejar de sostener algo que ya pesa demasiado.
Pero la historia —o tal vez nuestra cultura— tradujo ese gesto en algo más moral.
Y lo que era un acto de liberación,
terminó siendo, muchas veces, una estructura de poder sutil.
Y ahí, otra vez, el cuerpo dice que no.
En cambio, hay una palabra que sí suele abrir.
Que no juzga. Que no coloca a nadie por encima ni por debajo.
Una palabra que aparece en muchos momentos de silencio:
compasión.
No me refiero a compadecerse, que muchas veces se confunde con sentir lástima.
Y la lástima también separa.
“Pobre tú”, decimos… y sin querer, nos colocamos por encima.
La compasión verdadera, en cambio,
no necesita entender, ni justificar, ni salvar.
Solo está.
No viene de la mente.
No viene de la moral.
Viene del amor.
Del reconocimiento profundo de que tú y yo… podríamos estar en el mismo lugar.
O tal vez ya lo estamos.
Me pregunto si, cuando Jesús dijo:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”,
no estaba hablando del perdón como lo entendemos hoy,
sino de algo más suave, más grande, más humilde:
un acto de compasión total.
Un abrazo a la ignorancia humana.
Un gesto de presencia y amor… incluso en medio del daño.
No lo sé con certeza.
Pero hay algo en mí que se abre con esa idea.
Y por eso, cuando acompaño,
prefiero quedarme ahí.
En la compasión.
Donde nadie tiene que pedir nada.
Donde no hay deuda, ni juez, ni pena.
Solo dos personas,
en el mismo suelo,
mirándose sin armaduras.
Y tal vez, solo tal vez,
ahí empieza la verdadera liberación.
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