Hay gestos que, desde fuera, pueden parecernos amorosos… pero no siempre lo sentimos así. A veces alguien se acerca con la intención de ayudar, de sostener, de acompañar, y sin embargo algo dentro se nos encoge. Como si, en ese intento por cuidarnos, también nos estuvieran diciendo que no podemos solos. Que no sabemos. Que necesitamos ser salvados.

Ser salvado
En los talleres, y también en los espacios de acompañamiento, he visto muchas veces esa sensación. Personas que no necesitaban que nadie las rescatara, sino que alguien pudiera estar con ellas sin juicio, sin prisa, sin la necesidad de cambiar nada.
Y me he preguntado muchas veces de dónde nace ese impulso de intervenir, de aconsejar, de querer arreglar lo que está delante. A veces no viene del amor, sino de la dificultad para sostener el dolor ajeno. Quizá, porque ver al otro atravesando algo nos toca en lugares propios, nos confronta con cosas que aún no hemos querido mirar. Entonces reaccionamos. Nos adelantamos. Hablamos. Proponemos. Y en ese gesto, a veces, dejamos de escuchar.
Lo que algunas personas comparten es que, aunque agradecen el gesto, algo dentro se siente invadido. Como si su ritmo no hubiera sido respetado. Como si se hubieran adelantado a su propio proceso. Como si alguien más hubiese decidido el momento de levantarse, de entender, de sanar.
No siempre necesitamos respuestas. A veces solo necesitamos tiempo. Espacio. Una presencia que no quiera llevarnos a ninguna parte. Alguien que pueda sentarse a nuestro lado sin empujarnos hacia la salida, sin pedirnos que comprendamos lo que aún no estamos listos para ver.
Con el tiempo, empiezo a intuir que hay ayudas que sostienen… y otras que, aunque bien intencionadas, pesan. Que hay formas de estar con el otro que honran su camino, y otras que lo interrumpen sin querer. No siempre es fácil ver la diferencia. A veces, ni siquiera nosotros sabemos qué necesitamos hasta que lo sentimos en el cuerpo.
Pero hay algo que parece claro: cuando alguien es capaz de quedarse cerca, en silencio, sin dirigir, sin corregir, sin urgencia… algo dentro se relaja. Algo se siente libre para hacer su propio camino.
Tal vez no se trata de salvar al otro. Tal vez se trata de estar. De confiar. De no moverse cuando el otro cae, y no porque no nos importe, sino precisamente porque sí. Porque lo vemos capaz. Porque lo reconocemos entero, incluso en su herida.
Y quizás eso —esa confianza callada, ese respeto profundo— sea una de las formas más honestas de amar.
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Te dejo la página de mi maestro Joan Garriga