Los muchos niños interiores que fuimos… y que seguimos siendo
Durante mucho tiempo se ha hablado del “niño interior”, como si dentro de nosotros viviera una única parte infantil que necesita amor o atención. Pero la experiencia terapéutica —y la vida misma— nos muestran algo más profundo: no tenemos un solo niño interior, sino muchos niños interiores. Cada uno de ellos es una creación sabia de nuestra conciencia. Nacieron en la infancia, en momentos donde no sabíamos cómo enfrentar el dolor, la soledad o la falta de amor. Son los niños protectores, los personajes que nos ayudaron a sobrevivir.

Niños Interiores
Cómo nacen los niños interiores
Autores como Eric Berne afirmaron que aprendemos a relacionarnos con el mundo entre los 0 y los 6 años. Yo creo que ese aprendizaje se extiende hasta los 10, antes de la pubertad. Durante ese tiempo aprendemos a relacionarnos con el mundo exterior y también con nuestro mundo interior. Creamos personajes, máscaras y estrategias que nos ayudan a sentirnos seguros.
Cada niño interior representa una manera de amar y de protegerse. Uno se hace fuerte para no mostrar vulnerabilidad. Otro se vuelve gracioso para no sentir tristeza. Otro se esconde detrás del silencio. Otro inventa mundos imaginarios para no tocar la soledad.
Está el niño herido, que carga con el dolor original no expresado; el niño tirano, que aprendió a dominar y controlar para no volver a sentirse débil; y también el niño sano, la parte libre, curiosa y luminosa que siempre estuvo ahí, aunque a veces quede oculta bajo las máscaras de los otros.
Entre ellos se mueve nuestra historia interna. Y así, vamos creando tantos niños interiores como formas de protección —y de vida— necesitamos.
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Por qué seguimos actuando desde nuestros niños interiores
Cuando crecemos, nadie nos enseña que ser adulto no significa solo estudiar, trabajar o formar una familia. Ser adulto significa hacernos responsables de nuestra vida emocional. Pero si no reconocemos a esos niños interiores, seguimos viviendo desde ellos: el niño herido dirige nuestras emociones más profundas, el niño tirano controla nuestras relaciones para no ser herido otra vez, el niño invisible busca aprobación, el fuerte evita el miedo, el divertido esconde la tristeza.
El problema no es haberlos creado. El problema es seguir gestionándonos como ellos.
Sanar a los niños interiores no es mimarlos, es reconocerlos
No se trata de “abrazar al niño interior” como si fuera una figura a consolar, ni de hablarle como a un niño herido. Sanar a los niños interiores es comprender por qué nacieron, ver su función con gratitud y permitir que dejen de actuar en nuestra vida adulta. Cada vez que reconocemos a un niño interior, algo en nosotros se relaja.
En ese espacio de comprensión empieza a aparecer el adulto consciente: no el que reprime ni el que juzga, sino el que puede mirar con amor sin dejar de estar presente.
El teatro interior de los niños
Cada niño interior es como un personaje que sigue actuando en el escenario de nuestra mente. Desde el teatro terapéutico podemos darles cuerpo, voz y movimiento para que se expresen y sean vistos. Cuando los ponemos en escena, descubrimos que cada uno fue una forma de amor: una forma torpe, sí, pero profundamente sabia de cuidar nuestra esencia.
Ser adulto es dejar de actuar
Cuando reconocemos a los muchos niños interiores que fuimos, no los eliminamos: los integramos. Y así dejamos de actuar para sobrevivir y empezamos a vivir desde la presencia. Ser adulto no es matar al niño, es dejar de ser gobernado por él. Solo entonces el escenario interior se aquieta y la vida empieza a sentirse real.
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